El pequeño Piper está acostumbrado, como tantos otros, a permanecer bien calentito bajo las alas plateadas de mamá, pero un buen día ella lo obliga a buscar su propio alimento, le señala el camino y cómo debe hacerlo, pues necesita alimentarse y engordar, para luego tener la energía necesaria de iniciar la ruta migratoria. Pero Piper, a causa de su inexperiencia y de sus miedos, es extremadamente lento. Eso, aunado a su habitual distracción, hace que el polluelo sea presa fácil de las olas, a las que aprende a temer enseguida.
¿Cuántas veces no nos hemos sentido así al dar los primeros pasos en la vida o en algún campo absolutamente desconocido? Cuando somos pequeños, nuestros padres y educadores se esfuerzan en señalarnos el camino y transmitirnos todo cuanto saben, pero se trata de un proceso de aprendizaje largo y penoso, en el que muchas veces nos vemos defraudados. A veces, nos desanimamos con el primer contratiempo y nos rehusamos a seguir intentándolo, entonces suele ocurrir que alguien viene en nuestra ayuda. Sí, cuando todo parece perdido, surge de pronto ante nosotros una salida que suele librarnos del apuro. A menudo ocurre que nos encontramos, “por casualidad”, con alguien que nos muestra, con mucha paciencia, cómo se deben hacer las cosas; con alguien a quien no le importa invertir parte de su tiempo en explicarnos cómo sortear el temporal. Esta persona suele ser quien nos enseña a encontrar nuestro propio lenguaje, nuestro propio modo de actuar, suele ser quien nos muestra las habilidades que hay en nosotros, que nadie antes supo ver con claridad. Si no encontramos a la persona apropiada, el Destino muchas veces se encarga de encauzar nuestras energías, en esta larga y kilométrica ruta de migración que es la vida, hacia la dirección correcta. Pero antes, es necesario que pasar por ese terrible momento de sentirse confundido y, en algunos casos, hasta paralizado.