29 de julio, 2023
A lo largo de la historia se han sucedido múltiples crisis, ante las cuales, las respuestas han generado cambios. No es ninguna novedad decir que la pandemia ha provocado muchos cambios en distintos ámbitos y niveles, desde lo económico, político, cultural, social, hasta un nivel más personal incluso modificando las propias formas de relacionarnos.
En el ámbito de la educación, estos cambios dejaron al descubierto varios aspectos de los cuales nos venimos ocupando desde hace siglos y que aún siguen sin responderse. Bajas calificaciones, desinterés, métodos y estrategias de enseñanza, medios y recursos, innovación educativa, por nombrar algunos ejemplos. Sin embargo, posiblemente, no estamos considerando aquello que planteaba Ballesteros (1987, p. 99) al afirmar que “si comprendemos con nitidez para qué educamos, comprenderemos de igual manera cómo hacerlo. Nunca al revés”. Entonces, hoy, lo urgente y necesario es volver al verdadero sentido de educar.
Platón nos dice que educar es “dar al cuerpo y al alma toda belleza y perfección de que son capaces”; Santo Tomás, por su parte, que es “la conducción y la promoción de la prole al estado perfecto del hombre en cuanto hombre, que es el estado de virtud”; y Ruiz Sánchez (1978, p. 21), que es “el auxilio al hombre, en tanto indigente y falible, por el cual éste puede lograr su plenitud dinámica, esto es, la capacidad para ordenarse libre y rectamente, en su dinamismo interior y en su autoconducción hacia los bienes individuales y comunes, naturales y sobrenaturales que plenifican su naturaleza”. Nótese que todos tienen en común al menos dos aspectos, a saber, los fundamentos y los fines de la educación.
Por lo tanto -sin desestimar el misterioso lugar de la libertad y la gracia-, la tarea del docente implica mostrar el camino para lograr el perfeccionamiento intencional de sus estudiantes, el cual es posible alcanzar de acuerdo a la propia naturaleza. Perfeccionamiento que incluye a todas las dimensiones de la persona, pero, si nos referimos a la educación universitaria, debe darse principalmente en la inteligencia. Ahora bien, tampoco es novedad que el rendimiento académico post pandemia nos ha vuelto a mostrar otra cara de la crisis educativa.
Entonces, ¿cómo salir de esta crisis actual en la que se encuentra la educación? Lasa (2007, pp. 66-67) nos responde: “El inicio del ascenso se encuentra en el mismísimo hombre, y la salida no puede partir sino de aquella realidad que constituye al hombre como tal: el pensar”. Debemos enseñar a pensar. Nuestros alumnos lo necesitan y nos lo reclaman, porque nadie puede asombrarse de aquello que no conoce.
En este sentido, es iluminador pensar en el docente como Cooperator veritatis (cooperador de la verdad), como indica San José de Calasanz y que García Hoz transcribe. Los docentes debemos cooperar, acompañar, orientar a nuestros alumnos para que elijan libremente autoconducirse hacia aquello que perfecciona su naturaleza: el encuentro con el bien, la verdad y la belleza. Cuando hayamos logrado esto, nuestra tarea estará cumplida.
“Pero esto solo es posible lograrlo cuando él mismo demuestra con su propia vida que también procura recorrer el camino que conduce a lo que plenifica, produce el mayor goce y colma todos los deseos” (Ballesteros, 1987, p. 57). De allí que la tarea del docente es con quienes tiene a su cargo y con uno mismo; porque para ayudar a otros a ver, tengo que haber visto previamente. Contemplata, aliis tradere, nos enseña Santo Tomás, contemplar para dar a conocer lo contemplado.
Frente a la situación actual, entonces, el gran reto del docente universitario es redescubrir la realidad de la naturaleza humana y la necesidad de la educación que en ella se esconde. Porque, si bien ha habido muchos cambios, la educación se da en el ámbito de la realidad humana, la cual nunca cambia. Nuestros estudiantes siguen teniendo sed de verdad, de bien y de belleza. Y ahí radica el desafío de nuestra tarea.
Si hay algo difícil pero necesario hoy en día, y que exige todo de nosotros, es educar. Cuando entendamos esto, entonces, podremos decir junto con Castellani (1974, p. 185):
“Hay un solo pecado: pensar que el Sol no existe; una sola blasfemia: que la verdad es triste; un peligro temible realmente: tener mancas las alas de la mente. Sacrilegios hay uno tan solo: hacerse grandes, matar al niño-dios en mí, ir en avión al cono de los Andes para vivir frustrado allí. Sólo hay un vicio: vivir de té beodo y no tocar el vino por no soltar verdades. Sólo una cosa necesaria: Todo. El resto: vanidad de vanidades”.
Y así como de grandes pecadores han sobrevenido grandes gracias, de grandes crisis han sobrevenido grandes epopeyas. Tal vez ha llegado nuestro momento.
Bibliografía
Por Ana C. Galiano Moyano Mgter. en Investigación aplicada a la Educación Directora de la Escuela Profesional de Educación
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