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El matrimonio y la familia

 

Junto a mi esposa procuramos llevar adelante una familia cristiana. En estos tiempos, al menos para Argentina, somos una suerte de especie en extinción. Perú, en cambio, es una sociedad en la que el secularismo y la desintegración familiar parecen llevar, para gloria de Dios, veinte años de “retraso”. Para nosotros, residir allí por estos años es entonces una especial bendición.

En mi familia tenemos una devoción profunda al Santo Rosario y esta oración constituye una parte infaltable de nuestro día. Para nosotros es casi imposible terminar una jornada sin haberlo rezado juntos. Personalmente, creo que la Virgen María tiene un especial cuidado y predilección por aquellos que realizan esta práctica. Junto con la Misa, es Rosario es lo que nos sostiene.

Aun así, y contando con el auxilio de la Gracia, la vida común por momentos no es para nada sencilla. Somos personas de fe, pero también, inevitablemente, hijos de esta época. En este sentido, las mencionadas dificultades me hicieron recordar uno de los consejos que Santo Tomás propone al hermano Juan refiriéndose al estudio. El Aquinate insta a su compañero en religión a no tener demasiada cercanía con nadie, pues -afirma el Doctor común- el exceso de familiaridad engendra desprecio. Según pienso, esta sentencia puede aplicarse análogamente a muchos de los actuales vínculos familiares.

Mis abuelos me contaron que, en sus años, el respeto a los padres se manifestaba de un modo tal que apenas si podía mantenerse un diálogo con ellos. A los papás se los trataba de usted y casi siempre debía solicitarse permiso para hablar en su presencia. Los hijos pequeños nunca se sentaban a la mesa con los mayores y cuando el padre daba una orden generalmente todo el mundo debía guardar silencio y obedecer. En este contexto, la madre misma era, en muchos casos, apenas una subalterna de los designios de su esposo. Pero esta distancia no tenía por qué expresar necesariamente una carencia en el amor. En efecto, el respeto por la autoridad de los padres, la virtud de la piedad en términos cristianos, se encuentra hoy prácticamente olvidada y representa un grado de caridad del que somos habitualmente incapaces. No es entonces absolutamente cierto que, a mayor distancia, el amor tenga que ser menor.

Es ya casi un lugar común escuchar que, en el presente, nos hemos ido al otro extremo. Nos obsesionamos con estar cerca de nuestros hijos y hacerles saber que pueden contar con nosotros en toda circunstancia. Buscamos dialogar con ellos y atender permanente a sus necesidades. En la práctica, los atosigamos para que nos cuenten lo que les pasa y el miedo nos mueve querer darles todas las seguridades que, según pensamos, nosotros mismos no pudimos tener. Les evitamos todo dolor y aspiramos a que por nada del mundo vean las desgracias que suceden a nuestro alrededor. Criamos niños débiles e irrespetuosos y cuando crecen, el mundo generalmente se los “lleva puestos”.

¿Me aman adecuadamente mis hijos si, tienen tanta familiaridad conmigo que casi ya no me respetan? Hoy mismo, entré al cuarto de mi hijo mayor para comunicarle algo que le solicitaba la madre y su reacción más “lógica” y espontánea fue decirme: “¿Qué hacés?, ¡para loco no entres que estoy haciendo ejercicio!”. En ese momento lo primero que atiné a pensar fue que “lo de loco” estaba de más. En tanto filósofo, estoy convencido de que las personas deben actuar siguiendo el dictamen de un juicio recto y no por el miedo a futuras represalias; por este motivo, procuro educar a mis hijos de modo que se habitúen a obrar movidos por buenas razones. Con todo, en ocasiones, ellos necesitan y reclaman más límites que argumentos, aunque en verdad todos sabemos que a mi generación le resulta “naturalmente” imposible sostener un no.

El amor implica respeto y este necesita de distancia; ella nos brinda la perspectiva adecuada para comprender el lugar (el rol) que cada uno tiene que ocupar en la familia. Es innegable que los hijos deben ser escuchados en sus inquietudes, pero no son ellos quienes ponen las normas y marcan los tiempos de la vida común. A decir verdad, todos sabemos que esto es sumamente sencillo de decir, pero también muy difícil de poner en práctica, pues -como dije- los límites son una de las cosas que más nos cuestan.

La falta de distancia y el amor fundado en el mero sentimiento no es algo que acontece solo entre padres e hijos. Quizá la raíz más profunda del problema se encuentra en que dicha situación se da también con los esposos. Y aunque suene políticamente incorrecto en estos tiempos, pienso que muchas mujeres ya no respetan adecuadamente a sus maridos. Claro está, los hombres generalmente tampoco sabemos hacernos respetar. Demás está decir que en absoluto estoy imaginando la posibilidad de que los hombres tengamos derecho a ejercer violencia, ya sea psicológica y menos todavía física, sobre las mujeres. Cuando una persona se coloca al margen de la racionalidad solo caben dos posibilidades, la defensa “armada” y la oración. Al interior de una familia, los esposos jamás deben utilizar la violencia como recurso. Por lo tanto, resulta imprescindible recurrir al silencio y la oración. Esta clase de “demonios”, es decir, la falta de diálogo y de respeto entre los cónyuges, solo puede expulsarse con el ayuno (sobre todo de discusiones y palabrería inútil) y la plegaria.

Creo que para los esposos resulta indispensable mantener la distancia, evitar el exceso de familiaridad; saber respetar los silencios y los tiempos del otro, procurando no estar al tanto de absolutamente todo lo que el marido o la esposa piensan o realizan. El principio de la mutua confianza, que no es ingenuidad, me conduce a no tener que estar permanentemente pidiendo cuentas. Es inmaduro pretender un compañero o compañera que sea absolutamente como a mí me gusta, aunque esto no significa que, en ocasiones, no sea necesario invitar a la posibilidad de un cambio en algunas aristas del carácter. Ser esposos no implica tener que estar todo el tiempo juntos ni que no puedan realizarse actividades de ocio por separado. Cada uno de los cónyuges está llamado a enriquecerse con las experiencias valiosas que el otro consiga tener.

Dos cosas son esenciales junto con el respeto incondicional y la distancia: la amistad y la oración compartida. Evidentemente, el matrimonio conlleva la fusión amorosa de los cuerpos y la apertura a la fecundidad de la vida. Pero esta unión corporal sustentada en el apetito natural y el deseo se encuentra muchas veces sometida a los vaivenes de la sensibilidad y, aunque parezca irrisorio, a las posibilidades concretas de tiempo y espacio, pues los que tenemos hijos sabemos sobremanera que muchas veces la posibilidad del intercambio sexual supone que “se alineen los planetas”. Lo que nunca debe perderse son los espacios para el diálogo amistoso. Con todo, para que esto sea verdaderamente fecundo, se necesita que cada miembro de la pareja cultive, separadamente, la amistad consigo mismo y con Dios. El sabio es amigo de sí mismo decía Aristóteles. A su vez, la sabiduría como tal nos conduce al conocimiento y amor del Ser superior.

Maximiliano Loria

 

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