30 de julio, 2023
Fuente: Encuentro
En 1981 el reconocido historiador británico Eric Hobsbawm publicó el libro “La invención de la tradición”. En él planteó cómo algunas sociedades —escocesas y galesas, según su estudio— crearon una serie de costumbres, íconos y nociones, comúnmente tenidos por inmemoriales o al menos centenarios, para apuntalar sus identidades grupales. Se trataba de la fabricación de mitos que afianzaran la conciencia colectiva, sobre todo en procesos de agudos cambios políticos, sociales y económicos que amenazaban con desestabilizarla.
De la misma forma, hace poco menos de 200 años, Arequipa vivió un momento crítico de reconfiguración política, social, económica y cultural en sus tierras: la adscripción a la nueva República Peruana. Proceso en el que al disolverse el vínculo con la corona española (que constituyó el eje de sociabilidad y de orden ciudadano) se hizo forzoso el replantear y formular nuevos paradigmas y arquetipos en que se fundaría esta nueva versión del arequipeño, esta vez demócrata, constitucionalista y fiel cumplidor de la ley.
No fue fácil encontrar modelos para el nuevo orden republicano. Arequipa fue uno de los últimos bastiones realistas en América y el último en Perú. La mayoría de los miembros de su élite y gran parte de la plebe se identificó y apoyó —con su vida y caudal— la causa realista. El último virrey del Perú, por ejemplo, fue arequipeño: don Pío Tristán y Moscoso. Detentó efímeramente el cargo en los últimos meses de 1824, tras la Batalla de Ayacucho.
Luego de la consolidación de la República, Arequipa —como el resto del país— fue pragmática. Muchos de los realistas aceptaron la nueva situación política y rápidamente ocuparon puestos políticos y militares. El propio Pío Tristán fue prefecto del Cuzco. Esto no quita que algunos arequipeños apoyaran la Independencia, y potencialmente podrían ser reputados como prohombres del “nuevo Perú”. No obstante, al seguir activos en política, estaban en la mira de sus detractores y rivales, que estaban prestos a hacer relucir sus defectos y una vida no siempre virtuosa.
En los años iniciales de la República, se hicieron comunes las “relaciones de méritos” que muchos ciudadanos hacían llegar al naciente gobierno, con el que pretendían comprobar sus sacrificios y esfuerzos en pos de la causa patriota. Con ellos querían favorecer su acceso a cargos públicos y recibir pensiones por sus servicios. En esa línea, José Fabio Melgar, hermano de Mariano, se encargaría en realzar la figura de su hermano mediante una publicación en 1865, ganando así méritos para él y su familia. No por nada él se convertiría en un destacado funcionario, y ocuparía cuatro veces el Ministerio de Relaciones Exteriores, en tres oportunidades el de Hacienda y una el de Justicia.
Las “noticias biográficas” hecha por José Fabio se convirtieron prácticamente en la única fuente que se tiene del prócer arequipeño. En ellas, como es lógico, idealiza a su hermano, llegando a afirmar (y construir) algunos mitos que hasta ahora perduran y que, según los estudiosos de su figura, son inverosímiles, como el que “sabía leer a los tres años, o que dominaba el latín a los ocho”. Inclusive, el texto entra en contradicción con las únicas fuentes que tenemos, como su partida de bautizo, en el extremo de sus datos de nacimiento.
La falta de datos sobre Melgar, lo convirtió progresivamente en el prócer arequipeño. Sin embargo ¿a qué se debió esta apoteosis? ¿Por qué Melgar y no otro soldado “anónimo”, de los tantos que murieron en las guerras de Independencia y sus prolegómenos, se convirtió en una figura? La respuesta es compleja, aquí algunas cuestiones.
A primera vista se debería a la campaña de su hermano José Fabio. Sin embargo, una explicación más profunda es precisa: Melgar —lo poco que sabemos de él— evoca perfectamente el paradigma de lo arequipeño en el tránsito del siglo XVIII al XIX. Arequipa era, desde el siglo XVII una ciudad mestiza, plebeya, y de fuerte cultura hispánica. Más del 70% de sus habitantes se consideraban “españoles”, es decir hablaban castellano y ostentaban una forma de actuar, vestir y entender la realidad desde el enfoque occidental, más allá del color de su piel o su origen, que normalmente era indígena.
La ciudad resaltaba por su equilibrio social. En ella existía una pequeña élite de acaudalados y un menor grupo de marginados, sin embargo, su población predominante la constituía una gran clase media de pequeña propiedad, dedicada al comercio o a oficios como clérigo y abogado. Una gran plebe consciente de su valor y su honor, presumida de sus saberes y oficios, y con fuertes vínculos con la clase dirigente y a quien secundaba en sus movimientos de rebelión contra el poder central, desde 1780. No por nada, el cura Domingo Zamácola diría de Arequipa: “Tenemos más críticos de capa y espada que en Turín; más doctores que en Salamanca y más abogados que el Colegio de Madrid”. Melgar fue miembro y se constituyó en arquetipo de esta gran clase plebeya, de suficiente cultura y propiedad como para estar muy orgullosa por el espacio que ocupaba en la sociedad.
Mariano, mitos aparte, gozó de una buena educación en el Seminario de San Jerónimo, donde estudió el latín y emuló a Petrarca y Garcilaso, al punto de utilizar sus mismos tópicos y estilos (Melisa y Silvia son solo modelos de la poesía clásica que Melgar imita con maestría). Él destacaría más bien al trabajar con éxito un género eminentemente mestizo, como es el yaraví: trasuntó entre la poesía clásica y el harawi andino. El yaraví ya existía en la cultura popular arequipeña —mestiza, en un Perú en donde no se había consolidado el mestizaje— y Melgar la elevó a un estadio superior.
Una vez más, Melgar representaría el carácter mestizo de esa plebe de escribanos, sacerdotes y chacareros de la cual formaba parte. El Melgar romántico, víctima de las barreras sociales que le impidieron el amor, será una leyenda muy afín a la figura de otro arquetipo de arequipeño: el Jorge el hijo del pueblo de María Nieves y Bustamante. Y aunque mitos ambos, Mariano y Jorge representarán al plebeyo virtuoso (por sus dotes artísticas y académicas como por su conciencia política y patriotismo) que sufría las penurias de una sociedad de desiguales, una ciudad sin ciudadanos; es decir las antípodas de lo que Arequipa representaba y anhelaba.
Mariano Melgar, el patriota, fue fusilado en la batalla de Umachiri al apoyar, no un proyecto secesionista ni independentista, sino buscando se hagan realidad las reformas planteadas por la Constitución de Cádiz, que, entre otras cosas, se orientaban a la construcción de una república más pareja y de más acceso a las dignidades y cargos, como era Arequipa por aquel entonces. Paradójicamente fue —y es ensalzado— como prócer de una independencia que muy probablemente no estaba en sus miras.
Melgar, ya a fines del siglo XIX, pasó a representar ese plebeyo ilustrado, consciente del valor de una sociedad de ciudadanos integrados e identificados con el ejercicio de sus derechos. Sería el modelo de aquel pobre pero orgulloso pequeño agricultor que no dudaría en unirse en montonera a una rebelión para atacar a una Constitución que amenazara sus derechos o modo de vida. Uno de los muchos soldados del Departamento de la Ley —como era apodada Arequipa— que participaron en las revoluciones contra el gobierno de Lima.
Melgar representaría ese proyecto de nación que Arequipa encarnaba, cuando se debatía qué rumbo tenía que tomar la República. Una ciudad que, se veía a sí misma como una sociedad mestiza de pequeños propietarios, armónica e integrada, respetuosa y celosa de los derechos políticos de sus miembros. Una ciudad que, en palabras de Thomas Love, construyó su identidad en oposición al “centralismo limeño”, y su esquema de gran desigualdad política y social, sus alienantes modelos y los mezquinos manejos que hacía del país; y a “la gran mancha indígena” entendida en ese tiempo como el sector aún no asimilado a los estándares de civilización, civilidad y conciencia política.
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