29 de julio, 2023
Uno de los rasgos de nuestra cultura de percepciones e interpretaciones subjetivas es “el oscurecimiento de lo masculino, cierta indiferencia, cuando no desprecio, hacia los varones y una inevitable relegación de éstos a un segundo plano” (Drexler, 2016, p. 12). Esta desvalorización al varón y a la figura paterna ha sido desarrollada por José Esparza (2012), quién muestra cómo la destrucción de la figura del padre está generando graves problemas en nuestra sociedad. En la misma línea, María Calvo, en su investigación “La importancia de la figura paterna en la educación de los hijos”, indica que nos encontramos en un escenario que se caracteriza, entre otras cuestiones, por la desconfianza que tiene el varón en “ejercer la paternidad desde su propia e innata masculinidad. Así, el horizonte se reduce a imitar modelos de conducta femenino-maternales, como si fueran los únicos aceptados y válidos” (Calvo, 2015, p. 23), lo que ha provocado una inevitable desacreditación cultural de lo masculino, llegando a postular que su participación debe ser reducida, en el mejor de los casos, a una especie de mera colaboración o ayuda con la madre; y ello en el fondo es una enorme injusticia para la esposa y los hijos, así como una oportunidad fallida de conocimiento en la identidad masculina.
La omisión del referente masculino estaría generando graves secuelas a distintos niveles, y gracias al aporte de innumerables estudios nos encontramos con suficiente evidencia que justificaría la enorme relevancia de la figura paterna y las lamentables consecuencias de su ausencia para los niños, la familia y la sociedad. El Institute of American Values publicó en el 2012 un estudio en el que analiza el impacto del padre en la vida de sus hijos. La evidencia sistemática revela cómo la presencia del padre en los hijos es un importante factor predictor capaz de generar mayores niveles de responsabilidad social, capacidad empática, destrezas cognitivas, posibilidad de autocontrol, mejor autoestima y habilidades relacionales.
Bradford Wilcox (2006) llega a conclusiones semejantes; para él los padres son insustituibles en la educación de los hijos, puesto que estos proporcionan elementos formativos distintos y diferentes a los de la madre: el carácter lúdico paterno está asociado a la emoción, la superación y la imprevisibilidad, lo cual promueve desafíos y retos generadores de mayor autonomía en los hijos, vencimiento de riesgos y mayores niveles de seguridad. Se cree, además, que los padres también estarían en mejor condición de enseñar a sus hijos a protegerse de los peligros y de las malas compañías. La disciplina es otro factor en el que la presencia paterna es más determinante que la materna, según el autor, la presencia masculina está en grado de ejercer un rol protector cuando se refiere a delincuencia juvenil, embarazos prematuros y depresión. En la misma línea, Cobb-Clark (2019) afirma que los padres (varones) aportan a los niños modelos masculinos y pueden influir en sus valores y actitudes, lo cual les da un sentido de seguridad e incremento de autoestima.
Paternidad y maternidad no son intercambiables; se trata de dos formas distintas de mostrar y comprender el origen, uno como presencia acogedora (maternidad) y el otro como presencia en el horizonte que invita a recorrer el camino de la vida (paternidad). La madre, desde su presencia incondicional le brinda al hijo el afecto, el calor y la ternura necesarios e indispensables para entender que la vida es un don y que la gratuidad es una condición innata del amor. El padre, desde la distancia, le brinda seguridad y protección, e invita a recorrer el camino de la vida, en el que el amor aprendido en el hogar es posible y debe ser vivido también fuera de él. Así, el padre introduce al hijo en la vida, en el tejido social; con su vida le muestra lo que debe hacer y lo reta a que alcance la madurez de su existencia.
La presencia paterna genera confianza y seguridad; y para tal propósito, un ancla formidable es la virilidad. El padre debe ser viril, término que ha sido asociado sólo a algunas características como vigor, energía o fortaleza física. Sin embargo, el término en cuestión, alude a rasgos más profundos, esenciales y complementarios del ser varón. Así lo expresa con fineza Sir Ector cuando lamenta la caída de Launcelot «Fuiste el hombre más manso que alguna vez comió en un salón entre damas; y fuiste el caballero más severo para tu enemigo mortal que jamás clavó la lanza en el resto» (Lewis, citado por Bonbadil, 2021). Mansedumbre y fiereza, dos rostros de la misma moneda que revelan el ideal caballeresco de todo buen hombre viril; el hombre debe ser discreto, modesto y amable; y a la vez inflexible, duro y hasta feroz. Apasionado por la misión concedida: hacerse cargo de las vidas encomendadas.
La virilidad no es un dato de la naturaleza del varón, no todo varón es viril pero todo varón está llamado a serlo. La virilidad se debe conquistar con esfuerzo y perseverancia, y por ello es un arte.
La paternidad es un don, un regalo de Dios. Una vocación que debe ser descubierta para ser vivida y también un arte que debe ser ejercitado para ser apropiado. El don de la paternidad se acoge a partir del misterio que lo precede, acto excelso de amor, en el que los esposos en sintonía con el Creador, colaboran con el designio divino. Así, la paternidad no se comprende sino a partir de la conyugalidad, en donde el lenguaje del amor exige la gramática del don; en el don, el que da termina por recibir y recibiendo se comprende la lógica del misterio en el que origen y destino se entrelazan y en donde cada uno de los cónyuges aporta quién es. El padre está invitado a donar aquello que no tiene, aquello que no se recibe por naturaleza pero que intuye por gracia divina y se conquista con sacrificio, por lo que implica renuncia y se obtiene por la vía de la virtud.
El varón debe estar presente en el hogar, debe entender que respetando la dinámica procreativa – que en el fondo es incapaz de comprenderla en su totalidad – se coloca en el eje de su destino, se pone a sí mismo en condición de afrontar una de las pruebas esenciales de su vida. La paternidad es comprometerse con la vida del hijo; es allí donde se abre el abismo que separa la procreación de la paternidad.
La paternidad es consecuentemente una responsabilidad asumida y mantenida, capaz de penetrar el misterio y ver que el hijo es un don que prepara, forja y exige compromiso. El hijo no es alguien que reemplaza o un sistema de recompensas de desdichas personales o un elemento de triunfo dentro de un sistema cerrado que él forma consigo mismo. La paternidad es un verdadero misterio que solo se puede entender desde una mirada de fe, porque sin fe no hay misterio y la paternidad se ve reducida a un simple procrear. La paternidad es, en realidad, una adhesión global que integra una verdad concreta que no proviene de un razonamiento humano. Uno se vuelve padre cuando contempla a su hijo desde una mirada de fe (Marcel, 1944). Es un verdadero misterio que cambia la totalidad del ser; solo en este sentido, en una relación padre-hijo se ve el auténtico amor que respeta la grandeza del misterio, consciente de estar ante una realidad sacra que expresa en sí misma una insondable trascendencia que evoca la presencia de Alguien que lo precede.
Bibliografía
Por Rodolfo J. Castro Salinas
Dr. en Humanidades con mención en estudios sobre cultura
Profesor tiempo completo Departamento de Humanidades.
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