La tradición del armado del belén, que es la representación de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo, permea nuestra cultura trascendiendo latitudes, longitudes e incluso altitudes. Prueba incuestionable de ello es la costumbre de armar estos nacimientos incluso en los picos montañosos más elevados, como en el monte Taga (Prat Colomer, 1967), coronando el orgullo geográfico pirenaico con la tiara de un Rey que nace en un pesebre.
En efecto, en nuestra actualidad el belenismo se mantiene en pleno vigor social y, ante la creciente conciencia de su valor cultural, artístico y turístico, las asociaciones belenistas se multiplican, hasta el punto de poder hablar con inerrancia de una «época dorada» del belenismo (Labarga García, 2011). Sin embargo, el interés de este trabajo en el pesebre se circunscribe a su dimensión doméstica y al valor que la práctica del armado en familia del belén tiene en la dinámica intrafamiliar, sin desmerecer por ello el auge social del fenómeno belenista.
El belén es considerado una de las más grandes herencias dejadas por el santo de Asís poco antes de su muerte, en la Noche Buena del año 1223 (Astorga, 2001-2002). Aquella noche, con el permiso otorgado por el Papa Honorio III, se realizó en una cueva de un pueblito en el centro de la península itálica, el rito solemne de la Santa Misa sobre un pesebre preparado con heno traído para la ocasión y dos animales: un asno y un buey. (Mestres, 1857) La intención de San Francisco con esta iniciativa fue la de experimentar el frío, los sufrimientos e incomodidades de las circunstancias en las que nació el Dios hecho hombre. En definitiva, contemplar la Natividad de modo tangible.
De esta particular celebración y de su propagación por medio de los discípulos franciscanos, nace la tradición, que llega hasta nuestros días, de representar cada año el nacimiento del Niño Jesús para su recogida y devota adoración. No es, por tanto, un juego de niños, como podría pensarse, dada esta elevada vocación contemplativa que le es inalienable y por su enorme valor artístico, histórico y didáctico (Valiñas López, 2010).
Sin embargo, y precisamente dada esta cualidad didáctica, sí es una tradición que cautiva a los más pequeños y que satisface lo que para el célebre educador y sacerdote dominico Fray Mario José Petit de Murat es considerado el punto de partida de la crianza: «la necesidad de educar en la Tradición» (Caponnetto, 2013, pág. 19). Necesidad en la que insistió profusamente y que tan bellamente ilustró con la imagen de la cultura como el «respeto al árbol que plantó el padre» y que no se debe arrancar traicionando todo el trabajo y dedicación que conllevó ese cultivo «y al traje con que se casó la madre» que es enseña de pureza heredada (Caponnetto, 2013).
Ese pesebre que se arma en casa, entre hermanos, padres y abuelos, ya sea pequeño, grande, colorido o desgastado por los años, conlleva en cada hogar una serie de secretos prácticos, modos de hacer, formas de decorar o particularidades en general que serían imposibles de abarcar. Como los pliegues de un vestido de novia y los incontables matices que lo decoran, como las rugosidades y quiebres de cada rama y raíz de un árbol crecido, cada belén de cada casa es un misterio que atrapa a los más pequeños, que cubre del edificante halo de la sabiduría práctica a los hermanos mayores y que enternece a los adultos que se asombran ante el asombro con que ellos mismos también se asombraron de pequeños.
Y no será menester recalcar una vez más en esta plataforma del Instituto para el Matrimonio y la Familia la importancia del núcleo familiar y su papel educativo en general. Basten recordar tres elementos ineludibles:
En el armado del belén hallamos así, entonces, una dinámica completísima a nivel pedagógico: tratándose de una práctica de piedad católica, en él se educa el gusto y el sentido estético, independientemente de lo modesto u ostentoso que sea el pesebre. Si en él hay orden, armonía y proporción para posicionar, iluminar y decorar protagonística y centradamente las figuras más importantes, será grande su pedagogía del pulchrum (Caponnetto, 2013).
Además, al tratarse de una actividad que se realiza en familia, que generalmente obliga a estar físicamente juntos realizando una actividad común, favorece el desarrollo de la intimidad en las relaciones intrafamiliares. Por otro lado, actualiza los beneficios de la interacción intergeneracional (Albuerne López & Juanco Uría, 2002). Y, finalmente, aun cuando el armado no esté acompañado de la explicación catequética de los elementos y figuras que componen el belén, es de elevada formación en la piedad por «el carácter eminentemente intuitivo de la inteligencia niña» (Caponnetto, 2013, pág. 28) que no requiere de grandes circunloquios para expresar que la magnificencia de la Navidad reside en un pobre pesebre con un Niño acostado en un colchón de incómodo heno y rodeado de fragantes animales.
Finalmente, como último matiz pedagógico será conveniente resaltar la principal diferencia entre la tradición del belén y «la costumbre anglosajona del Árbol de Noel» (Astorga, 2001-2002, pág. 361), en la que también hallamos los elementos precedentes. Sin embargo, es inexistente la relación del pesebre con los regalos de Navidad, fenómeno en sí mismo bueno puesto que tradicionalmente nace del honesto agradecimiento de un corazón piadoso que quiere manifestar materialmente el cariño que siente por sus allegados, pero que en la actualidad ha venido a convertirse en un aparato mercadotécnico y de carácter materialista. A los pies del árbol se colocan los regalos materiales con los que obtenemos el afecto de nuestros prójimos. A los pies del Niño del belén, los únicos que ponen regalos son los Reyes Magos y los pastorcitos, a los que quienes contemplamos el misterio solo nos queda sumarnos con algún ofrecimiento espiritual.
De este modo, no podemos sino testimoniar la gran significación iconográfica y la bondad y abundancia de matices pedagógicos que se esconden detrás del belén «más allá de sus meras apariencias, comprendiendo su riqueza» (Valiñas López, 2010). Riqueza cultural y sobrenatural, puesto que armar y contemplar el belén es volver la mirada a Cristo, de quien concluimos con el padre Petit de Murat que es «Aquel que es “el remedio por antonomasia de la naturaleza quebrada del hombre”, y “tiene poderes y fuerzas para tomar por dentro [su] naturaleza […], y sus tendencias concretas deformadas por el pecado» (Caponnetto, 2013, pág. 63). Que el Niño Jesús de Belén nos transforme a nosotros también.
Mg. Javier Gutiérrez Fernández-Cuervo
Máster en Orientación Educativa Familiar en la UNIR de España
Bibliografía
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