1. Introducción
A la confusión moral e incluso epistemológica que ha significado para muchos católicos la epidemia del coronavirus y las misteriosas medidas tomadas por los gobiernos, que tiene que ver con los límites de las ciencias particulares y su relación con la política, así como la legitimidad de las cuarentenas estrictas y de la vacunación masiva obligatoria, se suma en estos días la polémica respecto a nuestras responsabilidades en torno a las elecciones generales del próximo 11 de abril.
¿Es un deber moral votar? ¿Existe un voto católico? ¿Puede uno pecar o condenarse por votar por una alternativa inmoral en las urnas? ¿Cuáles son los criterios que tenemos que tener en cuenta para emitir un voto bueno? Intentaremos responder a las siguientes preguntas en el presente artículo.
2, El voto: acto moral
Aunque parezca innecesario hacerlo, debemos recordar que el voto es un acto moral, eso es, un acto humano en el que entran a tallar nuestra inteligencia y voluntad. Es, como dijimos, un acto moral, que ha de juzgarse de acuerdo a criterios intelectuales como la verdad, objeto de todo acto intelectual, y morales, como el bien, objeto de todo acto voluntario.
Esta distinción es imprescindible, pues no son pocos quienes, en la práctica, reducen el voto a un acto del apetito sensible y de sus reacciones pasionales, los sentimientos. Así, para ellos votar será equivalente a elegir un plato de comida o una mascota: votarán por quien les parezca más simpático. Y así como consideraríamos corrupto a un juez que absuelve a un preso por “corazonadas” indefinidas, simpatías sensibles o físicas y otros elementos no racionales, así también deberíamos considerar corrupto cualquier otro acto moral en el que prime lo pasional-sensible sobre el bien y la verdad queridos por la voluntad y conocidos por la inteligencia. Un voto por meras simpatías sensibles sería, entonces, un voto corrupto.
Por tanto, a la hora de votar, es imperativo elegir la alternativa que defienda mejor los principios morales naturales y cristianos, expresados en el Decálogo, particularmente aquellos que tienen mayor incidencia en la vida social de la comunidad. Al margen de que el candidato que los encarne nos caiga bien o mal.
En el siguiente acápite nos ocuparemos de estos principios y de la manera cómo pueden encarnarse en una alternativa política para que sean mínimamente aceptables para un católico.
3. El voto católico
Propre loquendo, solo son católicas las personas humanas bautizadas. El voto será católico solo en un sentido análogo o derivado: el voto moralmente aceptable para un católico en cuanto católico.
Y, aunque algunos nieguen su existencia, sí existe un voto coherente con la doctrina católica, así como existe una moral católica. ¿Qué tendrá que tener en cuenta mínimamente un católico para emitir un voto con tales características?
Hace ya cierto tiempo, la Santa Sede habló de los llamados principios no negociables en la política, suerte de mínimos aceptables: «[E]l respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables»[1].
Que no sean negociables quiere decir que no pueden ser puestos entre paréntesis porque, por ejemplo, la alternativa política que los vulnere pueda tener «propuestas buenas» en elementos secundarios contingentes (como el apoyo al arte, por mencionar un caso) o que la alternativa política que los defienda pueda ser rechazada legítimamente por no tener «propuestas buenas» en esos mismos campos.
Podría alguien aducir que estos principios son solo extrínsecos y propiamente religiosos y que, aunque válidos para el creyente en su «vida personal», no pueden ser criterios válidos en la polis, plural y diversa por definición. Los principios «no negociables» serían, según esta perspectiva, equivalentes al mandamiento eclesiástico de la abstinencia de carne los viernes de cuaresma: un mandato que solo obliga a bautizados y que carece de sentido en el mundo profano.
Esta objeción ignora dos puntos fundamentales: 1) que la Iglesia, por su condición de sociedad jerárquica de origen divino, puede establecer criterios morales para sus fieles, incluso en lo que respecta a su acción en la comunidad política[2], y que, 2) como tantos aspectos fundamentales de la moral cristiana, estos puntos no solo corresponden a doctrina revelada sino también a la recta razón natural y surgen del hábito innato de la razón práctica que todos los seres humanos poseen y que nos dicta el principio de bonum faciendum, male vitandum: hay que hacer el bien y evitar el mal.
En efecto, el respeto y la defensa de la vida humana inocente desde la concepción hasta la muerte natural, así como el derecho de los padres a educar a sus hijos y la defensa de la familia basada en el matrimonio entre hombre y mujer son elementos morales que nos revelan de manera íntima la relación entre el individuo y el Estado y, por eso, su defensa obliga a todas las sociedades, no solo en cuanto cristianas, sino en cuanto humanas.
Porque, ¿qué es la legalización del aborto sino la estatización del nasciturus? Con tal medida se otorga al Estado la potestad de decidir que determinada persona no-nacida, que comparte la naturaleza humana con nosotros y que es un individuo distinto a su madre, no es ya persona y puede ser descartada sin culpa, sin importar lo que diga la ciencia, la recta razón, la religión, la tradición o incluso la misma sociedad. No extraña, por tanto, que el primer estado totalitario de la historia, la URSS de Lenin, haya sido el primer país del mundo en despenalizar y legalizar el aborto en 1920. En esa medida, aparentemente simple, se revelaba el rostro genocida de un gobierno totalitario que, en esos mismos momentos, decretaba la necesidad de prescindir violentamente de clases sociales y otros grupos humanos enteros.
Algo semejante puede decirse del llamado matrimonio igualitario, que no es otra cosa que darle el poder al Estado de decidir que una realidad afectiva esencialmente infecunda y muy frecuentemente efímera pueda ser equiparada jurídicamente a la familia natural tradicional, el modelo milenario imbatible de crianza y afectividad humana.
Y ni qué decir de la grave injusticia que significa otorgar al Estado la patria potestad de todos sus ciudadanos, aboliendo la familia, al obligar a su población a ser ideologizada en contra de sus conciencias, con el pretexto de una educación obligatoria diseñada no por los mismos ciudadanos, sino por burócratas y comisarios políticos que la utilizan como una herramienta de revolución social y cultural.
Violentar estos principios no negociables significa darle al Estado el poder de estatizar la misma fábrica de lo humano; significa convertir al Estado ya no en un instrumento de la sociedad, diseñado para servirla, sino en su dueño y señor, en el Dios mortal del que hablaba Thomas Hobbes.
En conclusión, la defensa de los principios no negociables es también de razón natural y su defensa obliga moralmente a todos los hombres, tanto creyentes como no creyentes. En esta defensa le corresponde un papel especial al voto: defender los principios no negociables implica votar por los candidatos que los defienden, al margen de otros elementos contingentes y subalternos con los que podríamos no estar de acuerdo.
4. La responsabilidad moral en el voto
¿Cuál es la responsabilidad moral del individuo, sea como político o como simple elector, cuando colabora con la dación de leyes inicuas que vulneran estos principios no negociables, especialmente el gravísimo precepto de no matarás, a través del aborto y la eutanasia?
La encíclica Evangelium Vitae es clara al respecto. Los cristianos tienen «una grave obligación de conciencia de no cooperar formalmente en prácticas que, aún permitidas por la legislación civil, son contrarias a la ley de Dios. En efecto, desde el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente con el mal. Tal cooperación nunca puede ser justificada invocando el respeto a la libertad de otros o apelando al hecho de que la ley civil lo permite o lo requiere»[3].
Incluso quien colabora con la dación de leyes que permitan estos actos inicuos no puede recibir la Sagrada Comunión. En palabras de la Congregación para la Doctrina de la Fe: «No todos los asuntos morales tienen el mismo peso moral que el aborto y la eutanasia. Por ejemplo, si un católico discrepara con el Santo Padre sobre la aplicación de la pena de muerte o en la decisión de hacer la guerra, éste no sería considerado por esta razón indigno de presentarse a recibir la Sagrada Comunión. Aunque la Iglesia exhorta a las autoridades civiles a buscar la paz, y no la guerra, y a ejercer discreción y misericordia al castigar a criminales, aún sería lícito tomar las armas para repeler a un agresor o recurrir a la pena capital. Puede haber una legítima diversidad de opinión entre católicos respecto de ir a la guerra y aplicar la pena de muerte, pero no, sin embargo, respecto del aborto y la eutanasia»[4].
Aquí queda patente la suprema importancia de la defensa de la vida humana inocente desde su concepción a la muerte natural, superior a cualquier otra preocupación o polémica política.
En este punto surge la pregunta de si, in extremis, puede permitirse el voto por algún abortista no en cuanto abortista, sino en cuanto que pueda defender otros principios necesarios para el orden político. A esto responde en ese mismo documento la Congregación con una famosa nota a pie de página, que dio mucho que hablar en su momento, pero que, bien mirada, no ofrece dificultad interpretativa: «Un católico sería culpable de cooperación formal en el mal, y tan indigno para presentarse a la Sagrada Comunión, si deliberadamente votara a favor de un candidato precisamente por la postura permisiva del candidato respecto del aborto y/o la eutanasia. Cuando un católico no comparte la posición a favor del aborto o la eutanasia de un candidato, pero vota a favor de ese candidato por otras razones, esto es considerado una cooperación material remota que sólo puede ser admitida ante la presencia de razones proporcionalmente graves».
Es decir, quedan condenados claramente los católicos «pro-choice», pero la duda resta en los católicos «pro-vida» que votarían por un candidato abortista. Y la respuesta es que incluso esta cooperación material remota con el crimen del aborto no es admisible, salvo –y aquí hay que prestar mucha atención- ante la presencia de razones proporcionalmente graves. ¿Cuáles serían esas razones? Pues razones que sean tan o más graves que el quinto mandamiento que el abortista violenta: por ejemplo, elegir, en el contexto de un país donde el aborto ya es legal, entre un abortista que busca reducir el aborto legal a la causal de violación y otro abortista que busca expandirlo a, digamos, el aborto por nacimiento parcial, sin que exista ninguna otra alternativa no abortista. O elegir entre un abortista que promete respetar ciertas libertades (que ulteriormente podrían permitir el apostolado y la acción pro-vida) y un abortista más totalitario que pretenda explícitamente destruir la libertad de la Iglesia y acabar con los cristianos, sin que exista ninguna otra alternativa viable no abortista. Fuera de esos casos extremos, que un católico vote por un abortista, aun si «moderado», es gravemente inmoral. Más aún si existen otros candidatos pro-vida plenos como alternativa.
5. Seguridades y probabilidades
Ya están claramente establecidos los principios y las responsabilidades que entraña el voto católico. Resta por dilucidar las circunstancias, que también son importantes a la hora de decidir el voto.
Por ejemplo, alguien podría pensar que un candidato que dice ser pro vida podría estar engañándonos y no serlo en realidad. Y que, tomando en cuenta este factor, daría igual votar por un abortista que a la larga haría lo mismo.
Aquí habría que tener en cuenta dos factores: 1) la validez de los principios no negociables y 2) el respaldo explícito y programático del candidato a ellos. Si estos dos criterios son comprobados como reales (el primero fue demostrado en el punto 3 de este artículo y el segundo se demostrará revisando el plan de gobierno y las declaraciones del candidato), es lícito votar por el candidato, al margen de cualquier posibilidad futura, pues, entre lo cierto y lo posible, hay que decidir siempre basándonos en lo cierto. Si el candidato nos engaña ulteriormente, la culpa será toda suya; pero si nosotros, en el momento donde todavía su engaño no ha sido revelado, votamos por el abortista, la culpa será toda nuestra.
De la misma forma, futuribles todavía no reales como la posibilidad de que el candidato pro-vida no gane o, peor aún, que su elección genere “polarizaciones” en el país, no pueden prevalecer en la decisión moral por sobre factores reales como la necesidad imperiosa de defender los principios no negociables y la condición programática y doctrinal pro-vida y pro-familia del candidato.
Curiosamente, muchas veces, a los católicos que dicen pensar como el candidato pro-vida pero que planean votar por un abortista «moderado» para evitar la «polarización» que significaría su elección, no les importaría «polarizar» al país o enfrentarse valientemente al mal de candidatos que busquen, por ejemplo, confiscar sus ahorros bancarios o estatizar los medios de producción, y jamás de los jamases, teniendo una opción mejor, votarían por un comunista «moderado» para evitar «polarizaciones». Este fenómeno, tristemente común, es revelador de dónde tienen en verdad su corazón muchas personas.
Finalmente, un candidato que, aunque abortista en lo personal, busque dejar la decisión de la legalización del aborto o del matrimonio homosexual a un referéndum popular será siempre un abortista y nunca será lícito votar por él, salvo en el caso extremo del punto 4, y mucho menos si existe una alternativa plenamente defensora de los principios no negociables también en la palestra electoral.
6. Conclusión: Pensar y votar como cristianos
Hay que aprender a pensar, es decir, a ir a los principios, al margen de las simpatías o antipatías sensibles, las corazonadas o, peor aún, las calculadas satanizaciones de la manipulación periodística.
Pensar implica también jerarquizar. Es decir, establecer que, entre determinados elementos morales, hay unos que son más importantes que otros y que, en la política, especialmente en una época oscura como la nuestra, muchos quizás no sean ni Carlomagno, ni san Luis Rey de Francia o ni siquiera una persona agradable desde el punto de vista sensible, pero son, por su defensa de los principios no negociables, muchísimo mejores para la sociedad que los que no los defienden o los defienden a medias.
Y si a nuestro pensamiento y voluntad rectos los sobrenaturalizamos con la gracia de la revelación, escuchando la voz perenne de la Iglesia y de los pastores fieles, no tendremos nada que temer en el día terrible en que todos nuestros actos (incluso los electorales) sean escrutados.
César Félix Sánchez Martínez
Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa (Perú)
[1]Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, n. 83
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