Por: Manuel Ugarte Cornejo
Comenzaremos hablando de un personaje singular, un científico que fue matemático, físico y astrónomo, pero a la vez era clérigo católico, y cumplió otras especialidades más como jurista, gobernador, diplomático y economista, además de tener estudios de medicina, griego y filosofía. Nació hacia fines del siglo XV en Torun (Prusia, Polonia) y a la época en la que vivió se le conoce como el Renacimiento. Llegó a ser canónigo en la Catedral de Frauenburg, y no es difícil imaginarlo instalando su observatorio astronómico en uno de los torreones de su iglesia para allí, escudriñando la inmensidad sobrecogedora del firmamento, idear aquella teoría con la que (sin quererlo) se inició la llamada “revolución científica”. Sí, este religioso y científico era Nicolás Copérnico, y estaba empeñado en demostrar a sus contemporáneos una idea innovadora: que era la Tierra la que giraba alrededor del sol.
Traemos a la memoria estos hechos, porque las consecuencias de lo que ocurrió con la ciencia y la cultura a partir de aquellos años de “revolución” llegan hasta la actualidad, y explicaremos por qué. Allí, en los siglos XVI y XVII se produjo una ruptura dolorosa entre las ciencias y su fundamento filosófico. Comenzaron a aparecer “nuevas ciencias”, como las llamaba Galileo. La física, la astronomía, la biología, la medicina, la química, comenzaron a desarrollar nuevos conocimientos y ha reclamar autonomía respecto de la filosofía. Todo esto buscó acabar con el modelo intelectual integrador desarrollado en la Edad Media. Pero “el desenlace fue nefasto”, según lo explica el filósofo, de la Universidad Católica Argentina, Oscar Beltrán.
El profesor Beltrán viajó, desde Buenos Aires (Argentina) hasta Arequipa (Perú) para participar en un seminario sobre Filosofía de la Ciencia organizado por la Dirección de Investigación de la Universidad Católica San Pablo (31.May.2014). Su conferencia se tituló “La ciencia en busca de la sabiduría”. En este escenario, Beltrán, fue enfático al afirmar que Copérnico fue víctima de “la lente ideológica de la historiografía iluminista”, y que por ello la Modernidad produjo este “cisma [de la ciencia] en conflicto con la cosmovisión tradicional”.
Así —dice Beltrán— la ciencia rechazó las luces de la antigua sabiduría para iniciar un camino de autoreferencia que la hizo entrar en crisis y la jaloneó hasta nuestros días, con traspiés terribles como el “positivismo científico”, la caída del mito del “progreso indefinido” que terminó apoyando “la carrera armamentista y su secuela de conflagración y muerte”. Y crisis, también, por los cuestionamientos a los fundamentos de la ciencia, por ejemplo “las geometrías no euclidianas cuestionan el carácter universal y a priori de la matemática tradicional. La teoría de la evolución y los nuevos modelos cosmogónicos parecen desmentir la pretensión de rigidez inconmovible de las leyes naturales. Y las nuevas teorías físicas abandonan el modelo mecanicista y determinista que auguraba dar respuestas a todo”.
Ante este estado de la cuestión —comenta el profesor Beltrán—, no poco preocupante, han vuelto a escucharse, con esperanza, voces que fomentan “el diálogo interdisciplinario, y la búsqueda de un entendimiento entre la ciencia, la filosofía y la religión”. Sobre esto menciona ejemplos muy concretos como la actividad de la Templeton Fundation que busca alentar “un diálogo civilizado entre científicos, filósofos y teólogos”. Y también el proyecto STOQ (Science, Theology and the Ontological Quest) que reúne a las universidades más prestigiosas de Roma y al Pontificio Consejo para la Cultura alrededor de “programas de investigación que abordan el impacto filosófico y teológico de las grandes propuestas de la ciencia”.
¿Cuál es la clave de este diálogo necesario entre ciencia, filosofía y teología? Recogiendo las inquietudes de muchos científicos y filósofos, Oscar Beltrán responde: La sabiduría. “La búsqueda de la sabiduría es un paso necesario para que la ciencia tenga un sustento lógico firme y se defienda de la arbitrariedad o la ideología”. Y ¿cómo debe ser esa sabiduría? Pues primero debe considerar que la ciencia para su existencia necesita de unos supuestos que no son científicos, sino más bien filosóficos, y que sin ellos la ciencia no tendría sentido. ¿Cuáles son? Para responder, el profesor Beltrán cita al experto en filosofía de la ciencia, Mariano Artigas, quien considera que estos supuestos son de tres clases: Ontológicos (porque el objeto del intelecto, en cualquiera de sus aplicaciones, es el ser), Epistemológicos (porque la capacidad de conocer es la que hace posible el emprendimiento científico) y Éticos (porque la ciencia reclama de quienes la cultivan un alto sentido de responsabilidad y una voluntad recta al servicio de la verdad).
Estos supuestos “no son imposiciones dogmáticas o creencias religiosas o reglas de juego convencionales. Son condiciones absolutas de la posibilidad de la ciencia, se desprenden con todo rigor de los contenidos y del ejercicio mismo de la tarea científica”. Y además son objeto de estudio de la filosofía, pero no de cualquier filosofía sino de aquella “capaz de asumir como propia las verdades contenidas en estos supuestos”. ¿Cuál es esa filosofía? el realismo metafísico y epistemológico de Santo Tomás de Aquino. ¿Por qué? Porque “el pensamiento de Santo Tomás supo asimilar lo mejor del espíritu aristotélico, especialmente en su capacidad para integrar lo científico y lo filosófico”, y esto hoy día representa “una reivindicación integral de la inteligencia, es decir, tanto de su capacidad metafísica como de una mirada científica realista y equilibrada”.
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