Se ha hablado mucho —en el marco de la actual normativa universitaria de nuestro país— acerca del importante rol que juegan las universidades en el desarrollo económico, social y cultural. Surgió así con más fuerza la exigencia de realizar investigación en las universidades. La formación de profesionales parecía ya no ser el único fin de las instituciones de este tipo, o al menos esta, al parecer, no debía ser llevada de la misma forma en que se hizo hasta antes de la entrada en vigencia de la nueva ley universitaria. Se habló, por ejemplo, de universidades de investigación versus aquellas que solo están dedicadas a enseñar (profesionalizantes), como dos modelos polarizados y separados que casi no tienen oportunidad de encuentro.
Aunque no quisiera entrar en la discusión sobre los modelos universitarios, es necesario preguntarnos si realmente debería existir tal dicotomía entre investigación y enseñanza, al menos en lo concerniente al rol de una universidad. ¿Es posible pensar que una universidad de investigación no es de enseñanza y que una universidad de enseñanza no es de investigación? ¿Desde cuándo la universidad de pronto se siente en la necesidad de ubicarse en uno de estos dos extremos?
Volviendo a los orígenes, por encima de cualquier definición que se pueda ensayar, la universidad es la universitas magistrorum et scholarium, una comunidad de profesores y estudiantes. En esta comunidad, el professor es el que «profesa» como maestro en alguna ciencia —salvando las distancias, de forma similar a los que profesan en una orden religiosa— y, para alcanzar tal rango, debe haber profundizado en tal ciencia para realizar su actividad como maestro. Por ser los profesores quienes enseñan a los estudiantes (scholarium), ellos constituyen las piedras angulares en la vida universitaria. Finalmente, los estudiantes participan de manera protagónica y activa en el camino de esta comunidad hacia el saber, pues guiados por sus maestros recorren la ruta hacia el conocimiento de su propia disciplina.
Ahora bien, aunque la búsqueda de la verdad en las respectivas áreas del saber no es exclusiva de los profesores —pues también la recorren los estudiantes—, el liderazgo en la búsqueda del conocimiento y su difusión está indudablemente en manos de ellos, y casi exclusivamente. Eso debido a que, para ser maestro se debe transitar previamente el camino de la ciencia que se profesa y, por lo tanto, él mismo debe experimentar en primera persona su encuentro con la verdad. Dado que el enseñar consiste en mostrar las señales (in signare) de aquello que se ha descubierto, siguiendo los vestigios de algo (in vestigare), es el profesor que busca la verdad, entonces, el capaz de conducir a otros en el camino del conocimiento, llegando a ser así el que mejor puede transmitir en primera persona esta vivencia.
Es en este punto donde podemos notar la profunda relación entre la investigación y la enseñanza. Así, en primer lugar, es necesario que eliminemos la polarización entre «universidad de investigación» y «universidad de enseñanza», porque solo debe existir un tipo de universidad, aquella que integra armoniosamente ambas actividades fundamentales. En segundo lugar, el cuerpo de profesores de una universidad debe preocuparse —de acuerdo a las capacidades de cada uno de sus integrantes— por desarrollar desde su núcleo una actividad investigadora activa y rigurosa, ya que, de acuerdo a lo que acabamos de revisar, es imposible la enseñanza sin hacer una búsqueda sincera de la verdad, que se manifiesta de forma privilegiada en la investigación. Además, añadiría que no es posible la investigación sin la enseñanza, ya que se eliminaría totalmente el espíritu de comunidad y de encuentro con la verdad de los alumnos en la universidad.
¿Y cómo podemos ser mejores profesores? Sobre esto mucho se debe haber discutido, y aparte de las habilidades pedagógicas, integridad y buen testimonio del profesor, un hábito fundamental que debemos desarrollar es el de aproximarnos a la verdad constantemente, lo cual comienza por estudiar rigurosamente la materia que se enseña. Este estudio debe implicar la búsqueda de fuentes valiosas, su comprensión, aplicación e integración con la propia profesión.
En no pocos casos, este hábito en el profesor conlleva a dar el siguiente paso en la profundización académica, que es la actividad de investigación propiamente dicha. Un estudio realizado en España, muestra que los mejores profesores suelen ser aquellos que realizan investigación y publican trabajos científicos (García-Gallego et al, 2015)[1]. El estudio atribuye estos resultados a que «los investigadores tienen mejor criterio para elegir qué temas abordar en la docencia, y mayor acierto y rigor por los continuos filtros y controles a los que está sujeta su actividad científica». Tales resultados tienen la lógica de que la actividad de investigación imprime en los profesores un constante dinamismo renovador a la enseñanza.
Cierro esta reflexión recordando que es una garantía para nosotros que, desde la identidad católica de nuestra Universidad, la búsqueda de la verdad y la enseñanza sean nuestros pilares fundamentales, al lado de la proyección a la sociedad; y que, acogiendo el mandato de la Ex Corde Ecclesiae, buscamos que la actividad investigativa integre el saber y propicie el diálogo entre la fe y la razón, desde una preocupación ética y una perspectiva teológica.
Dr. Gonzalo Fernández Del Carpio
Profesor principal de la Universidad Católica San Pablo
[1] J García-Gallego, A; Georgantzis, N; Martin-Montaner, J y Perez-Amaral, T. “(How) Do research and administrative duties affect university professors’ teaching?” Applied Economics 47 (45), 2015. DOI: 10.1080/00036846.2015.1037438.
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