Instituto   para el Matrimonio y la Familia
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Vivir la santidad en familia

Entre los muchos frutos del Concilio Vaticano II se puede resaltar la llamada a que la Iglesia se renovara en su vocación a la santidad. En particular, durante un tiempo se consideró en varios ambientes eclesiales que los laicos no podían llegar a niveles de santidad como los sacerdotes o los miembros de la vida religiosa. Se decía que, por estar en medio del mundo y sus ocupaciones, les era más difícil participar de la santidad de Jesucristo. El Concilio Vaticano II, en particular en la constitución dogmática Lumen Gentium sostuvo que: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (n. 40).

La Lumen Gentium fue publicada en 1964, hace un poco más de cincuenta años. Sin embargo, vale la pena hacer un esfuerzo mayor para poner por obra lo que ahí aparece. Aún suena a muchos fieles laicos muy distante el llamado a la santidad. Se ve, la santidad, como algo inalcanzable, o propio de una élite en la vida de la Iglesia. Nada más ajeno al espíritu de Cristo y de su Iglesia.

Tal vez la primera barrera que haya que superar sea comprender qué es la santidad. ¿Es acción del hombre que llega a grandes extremos de virtud? ¿Es aquella característica que hace de uno alguien tan especial que empieza a realizar acciones milagrosas? ¿O es un penoso camino de ir maltratándose para llegar a no sentir más que a Dios? En simple, se puede decir que la santidad es ser otro Cristo. Esto que suena tan difícil es un don que se ha otorgado a toda persona que haya sido bautizada, como afirmó la Lumen Gentium. Desde que se recibe el sacramento del bautismo, Cristo habita en cada uno. De ese modo, ser santo será ser cada vez más uno mismo, en cuanto que “ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Cada vez que se recibe un sacramento, cada vez que se vive como Cristo lo hizo, uno vive la vida de santidad. La peor propaganda que haya podido recibir la santidad es aquella que la mostró como algo tan heroico o exagerado que la hacía sonar a algo más inhumano que humano. Todo lo contrario, en Cristo Verbo encarnado, ser santo significa aprender a ser humano. La santidad, entonces, es aprender a tener en la vida cotidiana la misma vida de Cristo que se ha recibido ya en el bautismo y debe ser desarrollada a lo largo del día, de la vida.

En particular, en la vida de familia, la santidad no sólo es un llamado, sino es posible y necesaria. Muchas veces se puede estar viviendo las características de la santidad sin haberse percatado. Vale la pena la reflexión, entonces, en torno a cómo se vive la santidad en familia.

Ante todo, se vive cuando una pareja ha contraído matrimonio. Una vez que se formulan el mutuo consentimiento, el esposo y la esposa reciben la gracia del sacramento, que los acompañará durante toda su vida. Esa gracia es santificante y da a los esposos el don de Cristo a lo largo de toda su vida matrimonial. En medio de los múltiples problemas que tiene la vida matrimonial, la gracia “no descansa”, sino que está activa. La gracia es el mismo Espíritu, que acompaña a la pareja en todo momento, para que el matrimonio sea como la relación que hay entre Cristo y la Iglesia: de mutua donación. Entonces, ya por el hecho de darse el mutuo consentimiento ante un testigo cualificado hay santidad, hay gracia, hay don de Dios donado a la pareja que contrajo matrimonio.

La presencia de los problemas, conflictos o situaciones complicadas que se presentan cotidianamente en el matrimonio tampoco ocultan la santidad, sino por el contrario, son las grandes ocasiones para que aquella se manifieste. Es normal la presencia de muchos momentos difíciles y casi me atrevería a decir, aborrecibles en la vida matrimonial. Cansancios, reproches, pecados, infidelidades, faltas de comprensión o diálogo. Pero, y se tiene que decir con insistencia, ninguno de esos momentos, por sí mismo, ensombrece la santidad, sino son puertas para que la gracia opere. Lo normal es que haya esos momentos difíciles. Lo extraordinario es que se pueda manifestar el perdón, primen las mutuas disculpas, el perdón, o que el diálogo sea canal por donde el amor se abra paso. Dicho de otro modo, la presencia de los problemas llama a la gracia recibida para solucionar, perdonar, reconciliar, configurarse con Cristo. Gran tentación de este tiempo es pensar que el amor ha desaparecido por no experimentar lo mismo, por experimentar muchas dificultades en la vida de relación, o por presencia de diferentes pecados. Cada problema es ocasión, en Cristo, para que por su gracia haya resolución y vida nueva. La santidad en el matrimonio implica poner nombre a los conflictos que pudiera haber y, desde su gracia e iluminados por el don recibido, renovarse en la mutua entrega. Esto siempre es posible, pues para eso se ha recibido el don de Dios.

La educación y cuidado de los hijos, las enfermedades, las dificultades propias del entregarse al servicio de la familia son ocasión excelente para donarse en caridad y, por ende, para vivir la santidad en familia. Las pérdidas de paciencia, el velar por el cuidado de los hijos (especialmente cuando hay enfermedades o crisis de diverso tipo), todo eso, desde el corazón de Cristo, es vivido como don de amor. No edulcorado. No sin luchas. No sin fatigas. No sin grandes esfuerzos. Pero la santidad familiar implica emprender el hermoso don de la familia y luchar por la educación, para que cada hijo que se haya recibido sea reflejo del amor de Dios. El cuidado de los hijos, en particular, tiene muchos momentos gratos e ingratos, que debemos aprender a leerlos desde la perspectiva del amor, del “no hay mayor amor que el dar la vida por los amigos” (Jn 15,13).

 

Rafael Ismodes Cascón

Capellán de la UCSP

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