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Reivindicación de la rutina y lo rutinario

Imagen: Internet.

jorge martinez docente filosofoPor: Jorge Martínez, filósofo y docente del Departamento de Humanidades de la Universidad Católica San Pablo.

En 1937, la baronesa dinamarquesa Karen Blixen, cuyo pseudónimo literario fue Isak Dinesen, publicó una novela autobiográfica que en español fue titulada África mía. El título en inglés fue Out of Africa, y en ella se inspiró una conocida película protagonizada por Meryl Streep y Robert Redford. En esa novela hay una frase impactante: “Todas las penas del mundo pueden soportarse si las pones en una historia”.

Dinesen quiere decir con esto que los golpes de la vida, por más duros que sean, son soportables si uno consigue ponerlos en palabras, es decir, narrarlos. Y con esto la literatura se adelanta una vez más a la ciencia; me refiero específicamente a la ciencia de las cosas humanas o humanidades, y más concretamente aún a la filosofía, cuando ésta se aplica a la búsqueda del sentido de la existencia.

Los filósofos más importantes del siglo XX han insistido mucho en la necesidad de recuperar lo que ellos llaman (un tanto pomposamente tal vez a oídos de los no iniciados) la “unidad narrativa de la existencia”. ¿Qué significa esto? Pues, nada más y nada menos que una invitación a considerar nuestras vidas como una unidad de sentido que valdría la pena contar, como si dijéramos que nuestras vidas merecen ser narradas a alguien.

Esto implica que nuestra existencia no es, finalmente, una yuxtaposición mecánica de instantes o momentos, sino una totalidad que se dirige hacia algún objetivo final, aun cuando ese fin último no nos resulte muy conocido, y aun cuando la vida misma se nos escurra buscando cuál pueda ser ese sentido.

Sin embargo, la pregunta legítima que alguien podría plantearse es la siguiente: “¿acaso mi vida podría ser tema de una narración? ¿No es ella tan rutinaria y tediosa hasta en sus mismos vicios?” Y la respuesta que uno se siente tentado de dar es que, en efecto, las únicas vidas merecedoras de una narración son las excepcionales, aquellas que marcan hitos en la historia y que construyen, ellas mismas, la historia.

Después de todo, la historia no es otra cosa que una narración de hechos producidos por mujeres y hombres extraordinarios. Sin embargo, y aquí está la buena noticia, cualquier vida, por ínfima que parezca, puede ser contada.

Esto es así porque la existencia nos está dada con un don precioso: la libertad. Somos libres, lo queramos o no. Somos libres y, por lo tanto, absolutamente todo lo que hacemos tiene la marca de esa libertad. En la rutina también hay, por lo tanto, libertad. Si creemos que nuestra vida es tediosa, lo aburrido no es, en el fondo, la vida misma, sino nuestra actitud respecto de ella.

Lo cansador no es lo que hacemos cotidianamente casi sin variaciones, sino el hecho de olvidarnos que esas repeticiones tienen un significado. Sería muy extraño que alguien esté aburrido de tener buenos amigos de toda la vida, o de practicar regularmente su deporte preferido, o de ser una persona confiable o un padre amante de sus hijos. Nadie se aburre de eso porque en esas conductas “rutinarias” hay, sin embargo, toda una significación.

¿Y el trabajo? ¿Acaso no nos quejamos de que es siempre más de lo mismo? Recordemos “Tiempos modernos”, de Chaplin. Sin embargo, allí lo trágico no está en pasarse todo el tiempo ajustando tuercas, sino en comprometerse en un modo de vivir carente de dirección manifiesta, tal como lo simbolizan los gigantescos engranajes que giran perpetuamente sobre sí mismos, amenazando con devorar al mismo Carlitos.

Ahora bien, estimo que mientras más uno trata de ser mejor persona, más desea que algunas rutinas duren para siempre. Con esto quiero decir que uno podría proponerse ser, por ejemplo, un buen ajustador de tuercas técnica y moralmente al mismo tiempo. La destrucción de lo aburrido puede alcanzarse si uno logra que la prestación de su función, así sea la más modesta de todas, sea técnicamente inobjetable y al mismo tiempo vaya acompañada de una buena disposición moral. Notemos algo interesante: el propio Aristóteles, al definir la virtud, lo hace empleando precisamente nuestro enorme potencial de repetir lo que hacemos: la virtud es un hábito para él.

Por otra parte, sería difícil admitir que la vida de los delincuentes, tramposos y pedantes merece ser contada. Cuesta creer que la existencia entendida al modo de los incompetentes vocacionales pueda ser narrativamente interesante. Lo que ellos tengan para contar, carece de interés porque no aportan nada bueno a la construcción del tipo de rutina que necesitamos.

Es mejor prestar atención al relato de los humildes, de los mansos de corazón y de todos aquellos que son capaces de ingeniárselas para encontrar, en cualquier lugar y circunstancia, la presencia de lo sublime en lo cotidiano. Esta celebración gozosa de lo aparentemente insignificante y rutinario, es tal vez de una urgencia impostergable en un mundo que se queja del tedio de vivir.

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