30 de julio, 2023
Imagen: Internet.
Leído en las redes: “Instagram te hace creer que eres fotógrafo, Twitter que eres sabio y Facebook…que tienes amigos”.
Más allá de la ingeniosa ocurrencia, la pandemia que estamos transitando ha robustecido en proporciones inconmensurables la importancia de las redes sociales. Resulta difícil pensar en algún lugar público que no ofrezca a sus usuarios la posibilidad de “conectarse”, y hasta ahora parece que solo las iglesias no aseguran a sus eventuales parroquianos ese servicio, además del religioso.
No es raro ver a jóvenes y no tan jóvenes parejas, a amigos, a familias, en un restaurant, en un bar, o en los propios hogares, sentados en torno a una mesa en un simulacro de tertulia común, pero cada uno mucho más atento a su dispositivo que a su contertulio. Ni qué hablar de las salas de clase universitaria, donde los profesores deben luchar a brazo partido contra el síndrome de desconexión o nomofobia (No-mobile-phone-phobia).
Si antes un profesor soñaba con una clase silenciosa, sólo interrumpida por la participación o las preguntas de los estudiantes, ese silencio ya llegó, pero en una forma antes desconocida. Se da la paradójica situación de que el TDAH (Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad), verdadera pesadilla de padres y educadores encuentra su terapia en los dispositivos móviles dentro de la misma sala de clases.
Hace no mucho, lo que molestaba eran las personas que hablaban por sus teléfonos móviles en las circunstancias más inoportunas, pero eso ya parece cosa de un pasado remoto. La situación es algo peor. El contacto casi directo con la otra persona ya ha desaparecido al desvanecerse el diálogo en su versión telefónica, que al menos daba la impresión de que nuestro interlocutor estaba realmente frente a nosotros. Una vez, en Nápoles, vi a un señor hablando en un teléfono público, sujetando el auricular entre su mejilla y el hombro. Esa incómoda contorsión la hacía para poder gesticular con las manos mientras hablaba.
El salto a las redes sociales en la comunicación humana es de orden cualitativo si lo comparamos con la experiencia telefónica, como lo prueba la misma tecnología de los dispositivos móviles actuales. Hoy en día probablemente pocas personas comprarían un teléfono celular privilegiando la calidad de la comunicación telefónica. Al fin y al cabo, la palabra “teléfono” se refiere solamente a una voz distante, pero presente y audible.
Las redes sociales, en cambio, sugieren la idea de algo “enredado”. Es una red que no nos protege de una caída del trapecio, sino que nos atrapa. Nos impone sus propias leyes ortográficas, nos constriñe a decirlo todo en unas pocas letras de su idiosincrático y espeluznante alfabeto, en el que se mezclan extrañas abreviaturas con pueriles gráficos donde deben jibarizarse nuestros sentimientos y emociones.
Pasamos buena parte del día cañoneados con insignificancias que adquieren estatuto público, a las cuales agregamos nuestras propias trivialidades. A cada fruslería ajena debemos declarar si nos gusta o no, del mismo modo que esperamos un reconocimiento positivo respecto de nuestras propias niñerías diarias. ¡Qué digo diarias! ¡Horarias, incluso, si nos dan los tiempos!
En todo esto pareciera que buscamos relacionarnos con alguien que no vemos, pero cuya presencia intuimos; que nos oye, aunque no oigamos su voz; que está pendiente de nosotros, aunque no sepamos muy bien quién es. Las redes nos exhortan a consagrarles toda nuestra atención desde la mañana a la noche.
Ellas tienen su propia liturgia intocable, sus sacramentos electrónicos, sus objetos sagrados y su jerarquía eclesial. La feligresía digital vive de la fe y la esperanza en una cotidianeidad donde lo sublime está proscrito, donde la belleza es un asunto de gustos personales inexpugnables y donde la verdad ya ni siquiera es necesaria porque no hay terreno firme donde pueda arraigar y dar fruto. Y, por cierto, si queremos ser dignos de ingresar al cielo virtual de las redes, debemos hacernos como niños.
¿No hay en esto algo de mala teología?
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